Un observador pesimista podría interpretar la respuesta a la primera pregunta de «El Libro de los Espíritus», entregada por los guías de la humanidad a Allan Kardec, que dice: “Dios es la inteligencia suprema, causa primera de todas las cosas”, y concluiría que Dios también es el creador del mal. Podría argumentar que el mal predomina en la humanidad, evidenciado por las constantes guerras, el extremismo terrorista, el caos, el hambre, la corrupción, el abandono social y las recurrentes enfermedades, entre otros males. Tal percepción le haría imaginar un Dios que se complace en el sufrimiento humano.
El dilema de la existencia del mal ha sido un tópico recurrente en la filosofía. Su coexistencia con el dolor ha conducido a visiones materialistas que, al priorizar el placer y el individualismo, han llevado a muchos escépticos a cuestionar la existencia de un Dios benevolente. Estas visiones simplistas han alimentado mitos de entidades malignas en conflicto con el Creador.
Como se expone en «La Génesis», en su capítulo III, hay dos interpretaciones: una entidad maligna al nivel de Dios o una inferior. La primera propone un eterno conflicto entre dos fuerzas, generando desorden en el equilibrio universal. Esta creencia ha perpetuado figuras como Satanás y fomentado religiones basadas en el temor. La segunda teoría presenta a este ser maligno como creación de Dios, lo cual contradice el atributo divino de infinita bondad.
Más allá de estas interpretaciones, la doctrina espírita clasifica el mal en físico y moral. El primero incluye calamidades naturales, independientes de la voluntad humana. Si entendemos que Dios es justo y benevolente, podemos ver al mal como parte de nuestro proceso evolutivo, una reminiscencia de nuestras etapas primitivas. El psiquiatra Carl Gustav Jung se refiere a esto como nuestra «sombra», y en «El Libro de los Espíritus», se menciona que el orgullo y el egoísmo son impedimentos para el progreso moral.
Reconociendo que las leyes divinas están inscritas en nuestra conciencia, podemos aspirar a seguir y honrarlas. Ignorarlas nos conduce al dolor, que en realidad son lecciones evolutivas. Es nuestro libre albedrío lo que determina nuestro camino. La Ley Divina no propaga el mal, pero lo emplea como un mecanismo correctivo.
La aspiración al crecimiento moral trasciende las religiones; es un deseo innato del ser humano. La armonía personal y colectiva anticipa un mundo donde el mal sea una lección del pasado y los espíritus benevolentes reencarnen para promover el bien como norma.
Dios, en su infinita bondad, busca solo el bien. El ser humano alberga la raíz del mal, pero también posee libre albedrío y la guía de las Leyes Divinas, permitiéndole superarlo si así lo elige.
Texto escrito por Víctor Madero para opinión Espírita.